El escenario público actual se caracteriza por la presencia de numerosos actores que defienden sus intereses a través de los medios y las redes sociales, ponen en circulación su interpretación de los hechos y reclaman resultados al Poder Judicial desde su mirada respecto de lo justo, lo adecuado y lo legítimo. Por eso es necesario destacar en que no construye consensos públicos lo que es verdadero o jurídicamente correcto sino lo que es percibido como creíble y valioso.
Los conflictos que los ciudadanos comunes someten a la judicatura (en particular a los fueros penales y de Familia, que son los que definen en mayor medida los impactos reputacionales en los poderes judiciales) no son conflictos judiciales, son problemas humanos, más o menos complejos, pero próximos a quienes los sufren y entendibles para aquellos que los conocen por sus relatos.
Los magistrados deben codificarlos, para poder resolverlos aplicando el Derecho: la comunicación judicial (ellos mismos, cuando explican lo que decidieron) debe decodificarlos. No solamente “traducir la decisión judicial”, sino decodificarlos: regresarlos a su modo original, reponerles el tono, el lenguaje, mostrar los reclamos como llegaron, y adosarles la solución (temporal, porque es revisable) que les propone esa instancia del cuerpo experto que se ocupa de administrar “justicia”. Recibimos problemas inscriptos en historias de vida, debemos devolver soluciones, o al menos dar respuestas, inscribibles en las historias de los involucrados.
Para poder comunicar eficazmente deben lograrse, por lo menos, dos cosas: fortalecer (en términos de legitimidad) la palabra de la judicatura, es decir, su imagen, su credibilidad y, por lo tanto, su capacidad de influir en la esfera pública; y conseguir que sus mensajes lleguen y sean entendidos sin excesivas distorsiones por los ciudadanos.
Una política de información judicial o de comunicación judicial implica objetivos compartidos y un punto de llegada deseado; requiere de estrategias, consensos, tiempo y recursos. No se limita a situaciones puntuales que deben ser resueltas. Muy distinto sería plantearse “cómo mejorar su relación con el periodismo”, “cómo facilitar el acceso a la información por parte de los ciudadanos”. Esos son objetivos subalternos, no en importancia, sino en su contenido estratégico: una política de comunicación judicial implica mejorar la relación con el periodismo y facilitar el acceso a la información, pero es mucho más que eso. Debe mostrar qué aporte hace el Poder Judicial al bienestar de las comunidades en las que se encuentra inserto. Suena tan extraño que no parece que sea esta su función. Pero ¿qué otras funciones podría tener si no la de pacificar a la sociedad, acotar la incertidumbre, atender los conflictos que los ciudadanos no pueden terminar por sí mismos sin violencia?
Lo que debe contar es por qué hace lo que hace, no desde el imperativo de la ley y la aplicación de los códigos, sino desde un objetivo, a la vez más trascendente y más próximo, que se deriva de ese contrato tácito que se establece cuando sus conciudadanos confían en que decida sobre sus vidas y sus bienes. Los magistrados deben comunicar que se dedican a evitar que los conflictos deriven en violencia; que el poder genere impunidad; que las coyunturas comprometan el futuro. Pero no pueden atar su legitimación a los resultados, porque estos dependen de muchas cosas sobre las cuales no tienen gobierno: las leyes que dictan otros; la cantidad y complejidad de las causas; la actividad de las policías y de los testigos; los presupuestos y las infraestructuras, etc.
La Comunicación Judicial se esfuerza en mostrar la transparencia de los procesos y de las decisiones; ahora también debe ocuparse de quitar bronces y poner personas, caras, historias, derrotas y victorias de un grupo de ciudadanos comunes, expertos en algunas cosas y legos en otras, que se proponen trabajar hombro con hombro con sus conciudadanos en la construcción de una comunidad más pacífica y menos amenazante.